Las sombras son esos aspectos que no nos gustan de nosotros mismos. Eso que no mostramos o que intentamos no mostrar. Son esas cualidades que escondemos porque nos avergonzamos de ellas. Es eso que no queremos que forme parte de nosotros. Sabemos que están ahí y que aparecen cada día en forma de pensamientos, pero las ocultamos. Las sombras son, pues, nuestra vulnerabilidad.
En una sociedad en la que hemos de ser perfectos, o mejor dicho, tenemos que aparentar que lo somos, porque así es como pensamos que se nos reconoce y se nos valora, mostrar nuestra vulnerabilidad puede parecer que es correr un alto riesgo existencial.
Eso es lo que creemos. Es una creencia que nos limita enormemente, porque nos impide aceptarnos tal y como somos. Nos impide enfrentarnos a nuestra autenticidad, a nuestra verdad, nos guste esta o no. En definitiva, nos impide ser.
Y el engaño persiste en la medida que esa creencia nos miente haciéndonos creer que nos ayuda a sobrevivir con nuestras sombras. ¿Cómo lo hace? Pues nos crea un personaje para que no reconozcamos que las tenemos y para poder tener nuestro sitio en la sociedad. Es cuando nuestro ego (filosófico) se crea una máscara que se alimenta de la falsedad y que utiliza la mentira para mantenerse firme e importante. Y como a este ego aparente y superficial solo le gusta la claridad y lo bonito, entonces se marca la tarea de generar más luz. Lo hace creándonos falsas cualidades que se inventa para que podamos sobrevivir, eso sí, con insatisfacción patológica.
Las sombras son, pues, las enemigas del ego y, si en un momento de lucidez y autenticidad, las reconocemos y las mostramos, entonces este se siente herido. A partir de ahí: fingimos, mentimos, justificamos, etcétera. Es decir, hacemos de todo para aparentar eso que no somos, eso que odiamos.
Y es que en lugar de confrontar nuestra propia oscuridad, lo que hacemos es proyectar en los demás estas cualidades no deseadas. Por eso, cuando algo nos molesta en exceso de otros, dice más de nosotros mismos que de ellos.
En definitiva, estas sombras no nos dejarán en paz si no somos capaces de ocuparnos de ellas. Y si no lo hacemos, entonces persistirán y serán ellas las que se ocupen de nosotros. Como consecuencia de esto, acabarán apareciendo. Y cuando lo hagan, nuestro ego se sentirá traicionado y reaccionará de forma desproporcionada.
Ahora bien, si nos concedemos la suficiente serenidad y autoconfianza para aceptarlas y no avergonzarnos de ellas, entonces nuestra alma dejará de ser un lugar de contradicción, de paradoja y de ambigüedad.
Por eso, cuando abrazamos nuestras sombras, estamos abrazando a quienes somos realmente. Es entonces, al reconciliarnos con nuestra totalidad, cuando experimentamos la libertad. De esta forma nos enfrentamos a nuestra oscuridad y hallamos la luz plena.
De ahí que para llegar a permitir que nuestra luz brille en todo su esplendor tengamos que aceptar las sombras. Por eso, si no nos aceptamos a nosotros mismos en toda nuestra plenitud, será nuestra luz la que más nos asustará.